1.El Domingo negro
“Sólo hay que llorar la muerte de las personas felices, o sea, la de muy pocas”
GUSTAVE FLAUBERT
T eiá tiene 6.000 almas y forma parte del denominado «triángulo de oro» del Maresme. Junto con Alella y el Masnou, se convirtió en uno de los pueblos más prósperos del país cuando muchos nuevos ricos de Barcelona decidieron establecer aquí su residencia.
Mis padres fueron de esos colonizadores sin pedigrí que cambiaron su pisito por una casa de dos plantas y un pequeño jardín. El sueño americano por fin cumplido. Hasta que una catástrofe lo rompió en mil pedazos. Pese a encontrarse sólo a 20 kilómetros de la gran urbe, el pueblo conservaba un aire profundamente remoto. Tal vez por estar encaramado en la montaña ―la carretera moría allí―, los aborígenes hablaban del mar como de un mundo lejano. Me gustaba esa sensación, aunque antes de la catástrofe no pensaba así. Había llegado a Teiá a los 14 años con humos de señorito de gran ciudad. Me escandalizaba que no hubiera un cine donde ver las novedades de la cartelera, o que sólo existiera un colmado donde comprar comida. En cuanto a los pocos bares, los evitaba como la peste porque me sentía observado por la parroquia local.
Dicho de forma sencilla: estaba muerto de asco.
Entonces sucedió lo impensable. Aquel domingo fatídico, mis padres habían bajado a la playa mientras Tom ―mi hermano gemelo― y yo agotábamos el sueño. Era verano.
Cuando desayunamos juntos en el comedor era casi la una.
Sin ser idénticos, el parecido entre nosotros en ocasiones saltaba a la vista, aunque nuestros caracteres no podían ser más contrapuestos. Mientras yo tenía fama de cínico e individualista, Tom era algo parecido a una hermanita de la caridad. Se pasaba el día ayudando. Los pesados de los que todo el mundo huía lo tenían a él como único amigo. Y eso me molestaba porque lo hacía siempre por protegerme.
Si le criticaba esa actitud ―me molestaba que se aprovecharan de mi hermano―, respondía que ésa era la misión más alta que se puede tener en la vida: dar sentido a la vida de los demás. Una maldita excusa.
De no haber existido aquel domingo negro, supongo que habría terminado en la India o en un país parecido como misionero. Allí donde estuviera, conseguiría cosas importantes para los otros. Había nacido para eso.
Al pensar en cómo había sucedido todo, me daba cuenta de que no hay orden ni justicia en el universo. Porque era yo quien debería haber muerto cuando nos embistió el camión.
Y lo peor de todo era que la idea peregrina había sido mía. Al terminar el desayuno, le había propuesto: ―¿Te apetece dar una vuelta en la moto?
Tom me miró interrogativo, aunque sabía perfectamente de lo que le hablaba: la Sanglas 400 que nuestro padre acababa de comprar. Una moto fabricada en 1975 y restaurada como una pieza de museo. La joya de la corona.
―Sabes perfectamente que papá se volverá loco si se entera de que la hemos tocado ―repuso él―. Además, nos parará la poli si ven a dos chavales de 14 años subidos en una 400.
― Nadie nos verá. Sólo será una vuelta por las afueras del pueblo. Ya lo he probado: ese cacharro es sencillo como un mechero.
Eso pareció convencer a Tom, que aceptó el plan a condición de que sólo fueran un par de vueltas.
Ya en el garaje, nos pusimos los cascos sin imaginar que aquello era la antesala de la tragedia. La idea de que pudiéramos conducir la moto debía de ser inconcebible para mi padre, ya que las llaves estaban puestas en el contacto. Mientras la puerta se levantaba suavemente, hice rugir el motor de la vieja Sanglas, que salió a la carretera como un animal furioso.
Cien metros más adelante nos esperaba la muerte, aunque sólo fuera a segar la vida de uno de los dos. Desafortunadamente.
No vi el stop que obligaba a frenar ante la salida de camiones. Era poco común la actividad en aquella nave industrial, así que mantuve la velocidad de 80 km. por hora. Me sentía dueño del mundo.
Y entonces llegó el fin.
Un segundo antes, la carretera estaba vacía y despejada. Hasta que un muro de hierro pareció salir de la nada. En los instantes previos a la colisión, apenas alcancé a ver algo. Sólo recuerdo una sombra roja: el color del camión.
Me desperté en el asfalto mientras dos enfermeros me subían a una camilla. Estaba aturdido, pero podía mover las piernas y los brazos. Mientras me introducían en la ambulancia, pregunté:
―¿Cómo está Tom?
Nadie contestó.
esta tambien me gusta espero que subas muy pronto muero por saber que paso
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