Capitulo 15
Cementerio de Sinera
“Odio y amor, lamento y risa,
bajo la ciega eternidad del cielo”
SALVADOR ESPRIU
Ya en el coche, mientras recorríamos la carretera nacional en dirección al norte, me dije que la situación se estaba complicando por momentos. Sin duda, mi padre no me llevaba hasta Arenys para dejarme allí a mis anchas.
No se iría hasta conocer a mi cita. Pero en vez de la coqueta chica de Sant Cugat que imaginaba, se encontraría con algo parecido a tres espectros. Se iba a caer de culo.
Mientras cavilaba soluciones para lo que no tenía arreglo, mi padre dijo algo que me puso aún más en guardia.
―Aún recuerdo el poema que me hicieron estudiar en la escuela sobre el cementerio de Arenys. ¿Lo conoces? Salvador Espriu invirtió el orden de las letras: Cementerio de Sinera.
―He oído hablar de ese poema ―repuse angustiado.
―Sólo me acuerdo de la segunda mitad. Dice algo así: Por el fiel silencio de nobles árboles por mí amados, camino al olvido, dejando atrás amores, veleros, sufrimientos, últimas señales de pasos.
―Es triste.
Mi padre suspiró antes de decir:
―Igual que la vida.
Y Llegamos cinco minutos antes de la once. La estación de Arenys de Mar, un apeadero al aire libre, estaba desierta a excepción de una chica de unos 20 años. Fumaba mientras vigilaba de reojo las vías. Iba vestida como una leona con talones afilados, así que supuse que debía de esperar a su novio en el último tren. Entendí que era la salvación para evitar que todo se fuera al traste.
―Déjame ir solo ―pedí a mi padre―. Quedaré como un memo si me ve contigo. Ya te la presentaré más adelante, si la relación prospera.
―¿No es un poco mayor para ti? ―me preguntó sorprendido.
―Sólo lo parece ―mentí―. Se ha vestido así porque vamos a una fiesta de gente mayor, con canapés y todo.
―Tú sabrás lo que te haces... ¿Quieres que te pase a recoger cuando te canses de la fiesta?
―Muchas gracias papá, pero prefiero esperar al primer tren. La cosa va para largo.
Tras despedirme de él, me dirigí hacia la fumadora antes de que llegaran los otros y se fuera todo al garete. Como sabía que mi padre continuaba vigilándome desde el otro extremo del andén, no me quedó más remedio que ser expeditivo.
Besé fugazmente la mejilla de la chica, que era más alta que yo, antes de susurrarle:
―Por favor, haz ver que me conoces y has quedado conmigo. Mi padre nos está mirando y...
Ella me dio un empujón antes de empezar a gritarme. Por suerte, la bronca coincidió con el estrépito de la llegada del tren.
―Cierra el pico, estúpido. ¿Cómo te atreves a besarme? ¡Me has asustado!
―Te pido disculpas.
―No me sirven ―bramó agriamente―. ¿Crees que con esos cuentos iba a picar, pardillo? ¿Por quién me has tomado?
Me volví un momento en dirección a mi padre. Afortunadamente, ya se había ido.
Justo entonces bajaron del tren tres tipos mayores que ella. Llevaban cazadoras de cuero. El más canijo me cogió por el cuello.
―¿Te está molestando este cachorrillo?
―¡Me ha dado un beso sin pedir permiso! ―exclamó la chica―. Creo que le falta un tornillo.
―Una buena tunda, eso es lo que le falta ―dijo otro de ellos levantando el puño a la altura de mi cara.
Cuando parecía que iba a recibir el primer golpe, tres figuras siniestras entraron en el andén.
Lorena fue la primera en pasar a la ofensiva:
―¡Suéltalo ahora mismo! ¿Os creéis muy valientes los cuatro contra uno?
Los tres matones se miraron pasmados ante aquella aparición. Incluso el canijo dejó mi cuello y exclamó:
―¿De dónde salen estos mamarrachos?
Aproveché para salir del círculo amenazador y colocarme al lado de los pálidos, que no parecían tener miedo. Ahora éramos cuatro contra cuatro, pero bastarían un par de golpes de aquellos brutos para tumbarnos a todos.
―Vamos a un entierro ―dijo de repente Alexia.
Los tres matones la miraron con extrañeza y admiración a la vez. Les había gustado.
Entonces, habló la fumadora, que parecía incómoda con lo que estaba a punto de suceder:
―Dejad que se vayan. Son sólo niños.
Capitulo 16
La Historia del Maestro Sergio
“La inmortalidad es el estado de un difunto que no se ha enterado de que ha muerto”
HENRY LOUIS MENCKEN
Después de aquella trifulca abortada en el último momento, tomamos un empinado paseo frente al mar que llevaba al «Cementerio Sinera». Al parecer, se hallaba en lo más alto del monte. Mientras caminábamos en silencio, aproveché la luz de las farolas para fijarme en los ojos de Alexia. Efectivamente, llevaba sombra de ojos de Siouxsie, la máscara egipcia que le proporcionaba aquella mirada negra y profunda como la muerte.
Cuando llevábamos ya media hora subiendo, nos detuvimos en un pequeño parque en penumbra. Decidieron que cenaríamos allí mismo, así en el cementerio podríamos iniciar el ritual de la palidez. El picnic nocturno consistió en unos cuantos bocadillos envueltos en papel de aluminio.
Los había preparado Lorena, y uno de ellos llevaba una etiqueta con mi nombre. Para beber había zumo de pomelo rosa y un par de cervezas calientes.
―¿Os he contado alguna vez la historia del maestro Sergio? ―preguntó Georg, con sus largas piernas sobre el césped.
Ocupados en mordisquear sus bocadillos, nadie dijo nada, así que el más manso de los pálidos inició su relato.
―Le sucedió a mi padre de joven, cuando vivía en México DF. Viajó hasta allí invitado por un amigo mexicano de la universidad, justo al terminar los estudios. La ciudad le gustó y acabó quedándose allí tres años. Encontró trabajo en una empresa de diseño gráfico, y su amigo le consiguió una casa donde vivir. El problema era que tendría que compartirla con un fantasma.
Esto último pareció gustarle a Alexia, que sonrió en la oscuridad. La poca luz que llegaba a aquel parque hizo resplandecer sus dientes, blancos y perfectos.
―La situación era la siguiente ―prosiguió Georg―. Un solitario maestro de escuela conocido en su barrio como el maestro Sergio murió sin dejar herederos. En estos casos, en México pueden pasar años hasta que el Estado se quede con la casa. Mientras tanto, queda abandonada, y si alguien decide ocuparla, nadie intervendrá. A ojos de los demás, será su propiedad. El amigo de mi padre había conocido al maestro Sergio y le ofreció la casa para que viviera en ella sin pagar nada. Esto enfadó mucho al vecino, que había previsto apropiársela para ampliar la suya.
―Hay que temer más a los vivos que a los muertos ―recalqué.
―Desde luego. De hecho, antes de que el fantasma del maestro Sergio se manifestara, mi padre tuvo graves problemas con el vecino, que tenía un Doberman muy agresivo. Había una valla metálica que separaba las dos casas, pero el vecino escarbaba discretamente un hoyo para que el perro pudiera pasar al otro lado. Cuando mi padre volvía del trabajo, se encontraba al perro dentro de casa, y el animal lo amenazaba rabioso como si estuvieran invadiendo su propiedad. Estaba adiestrado para eso.
―¡Qué mal rollo! ―exclamó Lorena―. ¿Y cómo se sacaba el Doberman de encima?
―Mi padre, que es un poco bruto, fue a casa del vecino y le dijo: «O sacas ese perro de ahí o le corto el cuello con un machete». Y el otro lo amenazó: «Tu haz algo a ese perro, que te trueno la cabeza con el revólver».
―¿Y qué hizo tu padre? ―volvió a preguntar la del pelo rojo.
―Contar a todos los vecinos que lo habían amenazado de muerte. Eso se hace en México para que el que tiene la pistola se lo piense dos veces antes de apretar el gatillo.
―Pero decías que ésta es la historia de un fantasma ―intervine deseoso de saber más sobre el maestro.
Georg bebió un poco de zumo de pomelo rosa antes de decir:
―A eso vamos, pero antes quiero contar cómo se encontró la casa mi padre el día que su amigo le dio las llaves. Era una vivienda de una sola planta, como muchas que hay por los arrabales del DF, o «colonias», como las llaman ellos. Estaba tan destrozada, que dos de las habitaciones ni siquiera tenían techo. Por la noche se veían las estrellas.
Instintivamente, los cuatro levantamos la mirada hacia el firmamento. Después de varios días nublados, aquella noche el cielo estaba transparente y los astros brillaban inflamados. En aquel momento, una estrella fugaz pasó sobre nuestras cabezas. Antes de que se perdiera en la oscuridad cósmica, recordé que podía pedir un deseo.
«Quiero conocer mejor a Alexia», me dije mientras la cola del cometa repartía polvo de estrellas.
Casi me avergonzaba de haber formulado aquel deseo adolescente, pero era lo primero que me había pasado por la cabeza. Al bajar los ojos del cielo, descubrí que Alexia me miraba fijamente con una sonrisa, lo que me turbó aún más.
¿Habría adivinado mi mensaje al cometa? ¿Y si había pedido lo mismo que yo y el deseo empezaba a cumplirse?
Georg me distrajo de aquellos pensamientos que hacían latir mi corazón como un tambor de guerra.
―Todas las habitaciones, las que tenían techo y las que no, habían sido saqueadas. No quedaba nada de las posesiones del maestro Sergio, a excepción de un baúl que estaba en medio de una pequeña estancia. Misteriosamente, nadie lo había tocado.
―¿Y qué había dentro? ―pregunté intrigado.
―Fotografías y películas en súper 8 del maestro Sergio. Lo más curioso era que en ninguna salía él. A mi padre le intrigaba lo que había filmado el dueño de la casa, hasta el punto que consiguió un proyector para poder ver las películas. Todas ellas eran paseos con la cámara por los lugares más insólitos: parques de madrugada, centros comerciales cerrados, el interior de una iglesia a la luz de las velas. Nunca se veía gente, tampoco en las fotografías. Era como si el maestro Sergio viviera en un mundo totalmente deshabitado. Tiene su mérito si tenemos en cuenta que en el DF viven más de 8 millones de personas, sin contar la periferia.
Una húmeda bruma se había posado en el parque, donde la fascinación por aquel maestro invisible nos había hecho olvidar el frío. Aunque no había llovido, yo estaba calado hasta los huesos.
―A partir de aquí ―continuó Georg―, el maestro se convirtió en una especie de compañero de piso de mi padre. Cada día, al regresar de la oficina, se dedicaba a
mirar las películas del muerto, porque había un montón. Le llevó más de un año verlas todas. Por eso, las del fondo de la caja no las proyectó hasta el final.
―¿Y qué había en esas películas? ―preguntó Alexia.
―Ahora llegamos. Antes hay que explicar que el maestro Sergio se manifestaba de muchas maneras diferentes en la casa, aparte de las fotos y películas que había dejado en herencia. Por ejemplo, se grababan mensajes en el contestador telefónico en plena madrugada sin que nadie hubiera llamado. Cuando mi padre los escuchaba, sólo había una respiración cansada.
―¿Cómo podía vivir tu padre en una casa así? ―lo interrumpió Lorena―. ¿No tenía miedo?
Georg sonrió bondadosamente antes de decir:
―Para empezar, él no creía en los fantasmas, aunque había empezado a congeniar con el del maestro Sergio. No le asustaba. De hecho, recurrió a él en su guerra contra el vecino del Doberman. Tras recibir varias amenazas para que se marchara, una tarde que el vecino se había subido a una escalera de mano para reparar su tejado, mi padre le habló por primera vez al fantasma. Le dijo algo así: «Maestro Sergio, si estás ahí de alguna forma, ayúdame a alejar a este psicópata». Un segundo más tarde, la escalera de mano se desequilibró y el hombre cayó de tres metros. Se rompió unos cuantos huesos y lo tuvieron diez días en el hospital. Entonces mi padre empezó a tener miedo.
Con la medianoche, la bruma había crecido hasta que prácticamente no podíamos vernos. El mismo Georg se había convertido en una figura difuminada que contaba ahora el final de la historia:
―Los días que siguieron a la caída, mi padre tuvo que ocuparse del Doberman, que intentaba morderlo cada vez que le llevaba comida y agua. Fue entonces cuando vio la última película de la caja. Curiosamente, era la más reciente. Por la fecha que ponía en la bobina, el maestro Sergio había hecho aquella filmación poco antes de su muerte. Estaba rodada de madrugada en una esquina de la avenida Insurgentes, que atraviesa la ciudad y tiene casi 30 kilómetros de largo.
―¿Qué se veía? ―preguntó Alexia entre la niebla.
―Nada, como en el resto de películas. Bueno, ésta era un poco diferente porque había tráfico, aunque no se distinguía a los conductores. Los coches no se paraban en aquella esquina, a excepción de un taxi que frenó delante de la cámara. Cuando se
abrió la puerta y salió el pasajero, se vio por fin una persona, la primera en toda la filmografía del maestro Sergio. Justo entonces la película terminó.
―¿Y quién era? ―pregunté inquieto.
―Mi padre.
Georg calló unos segundos antes de concluir: ― Aquella noche metió todas sus cosas en una maleta y huyó de la casa para nunca más volver.
me encantaron los dos estuvieron geniales espero que ya hayas leido mi fic y te haya gustado ahora leere la otra un beso
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