Capitulo 7
Las Noches Lugubres
“Como un mar, alrededor de la soleada isla de la vida,
la muerte canta cada noche y día su canción sin fin”
RABINDRANATH TAGORE
Alba estuvo de morros durante toda la mañana del viernes. Al principio no hice
nada para reparar mi espantada de la noche anterior. Habría bastado
con decir que Stokholm me había «tocado»; con eso quedaría resuelto,
pero no me apetecía hacerle confidencias a mi compañera de pupitre.
Hacia el final de la mañana, sin embargo, escribí una pequeña nota que deslicé
hacia su lado de la mesa.
Siento lo de ayer. Tenía que salir de allí, eso es todo. Soy un bicho raro.
No te lo tomes como algo personal.
Los ojos miopes de Alba releyeron la nota un par de veces. Luego me sonrió
tímidamente y puso su mano sobre la mía. Dejé que permaneciera ahí. Cuando
levantó el vuelo, observé una sombra de rubor en sus mejillas. Estaba perdonado.
Los viernes por la tarde no había clase, así que me quedé en mi habitación.
No tenía plan alguno para el fin de semana. Sólo la cita en el cementerio, donde
Alexia me había desafiado a entrar solo. «Si quieres ser de los nuestros, tendrás
que pasar una noche entera ahí dentro», había dicho.
Desconocía qué significaba ser «uno de ellos». ¿Implicaba pintarse la cara de
blanco y vestirse como un fantoche?
Mirado así, me parecía absurda la idea de helarme allí arriba para
ingresar en una banda de la que no sabía nada. Por otra parte, aquellos tres
me despertaban cierta curiosidad. ¿Me estarían esperando?
¿Volvería a cantar la chica del guante negro? Si tenía que pasar la prueba solo,
no podían estar allí.
No acababa de decidirme. Puse Alina en la cadena a la que tenía conectado
el i–Pod. Pero el ánimo siniestro que me embargaba me pedía algo más
lúgubre, así que hice sonar los cantos gregorianos de los monjes de Silos.
A continuación tomé un viejo libro de mi padre cuando era estudiante,
Las noches lúgubres de José Cadalso. Lo había ojeado un año atrás
y recordaba que era una historia sobre un cementerio. Se trataba de
una obra breve, no más de cincuenta páginas, así que decidí leerla
de un tirón.
Antes de empezar, vi en la contracubierta que había sido escrita en
1771 durante el destierro del autor, precursor del romanticismo en España.
La aventura que se narra en Las Noches Lúgubres es tan extravagante
que varias veces tuve que interrumpir la lectura, preso de un ataque de risa.
El argumento no tiene desperdicio: Tediato es un hombre sin suerte que
ha sufrido la muerte de su amada y se propone desenterrarla para darle
un último abrazo. Con este fin soborna a Lorenzo, el sepulturero, para intentar
la hazaña.
La primera noche fracasan porque la losa es más pesada de lo previsto
y no consiguen levantarla antes del amanecer. Se citan a la misma hora
al día siguiente. Sin embargo, esa segunda noche, Tediato topa con un
moribundo que ha llegado al cementerio huyendo de sus agresores. El
herido morirá en sus brazos. A consecuencia de ello, es detenido por las
autoridades y, tras aparecer el verdadero culpable, es liberado la tercera noche.
El relato termina con un nuevo viaje de Lorenzo y Tediato hacia el cementerio,
donde se proponen una vez más desenterrar a la muerta.
Eran las once de la noche cuando terminé la lectura. Fascinado, me pregunté
si Cadalso se habría inspirado en una vivencia personal. Al parecer,
su novia había muerto en sus brazos, por lo que tal vez le había pasado
por la cabeza desenterrarla.
La imagen del cementerio de Teiá regresó a mi mente. Podía quedarme
en casa y olvidar el desafío, pero mi vida era tan monótona y falta de
emociones que me parecía una lástima desaprovechar la ocasión.
Tenía muchas posibilidades de hacer el primo. Aquellos fantoches
debían de estar ya lejos de allí y yo pasaría la noche en el camposanto sin motivo. Nadie se enteraría de mi proeza. Sin embargo, me apetecía comprobar si era capaz de realizarla.
Capitulo 8
En el Cementerio
“El que entra aquí pierde toda esperanza”
DANTE (INFIERNO)
El anorak me parecía una prenda poco romántica para la hazaña
que me disponía a realizar, así que tomé un largo abrigo gris de mi padre sin
su permiso.
Ni siquiera se dio cuenta cuando salí de casa. Era comprensible que un chico
de 16 años estuviera fuera el viernes por la noche. Por tanto, bastaba con que
me encontrara en la cama cuando se despertara a la mañana siguiente.
Bajo el abrigo me había puesto dos forros polares para no congelarme
aquella noche de febrero. El kit de supervivencia se completaba con un par de
guantes de buena calidad, bufanda y calcetines de lana escocesa.
Necesité sólo veinte minutos para cubrir la distancia entre mi casa y
el cementerio. La primera parte del trayecto me sentí algo raro como
paseante nocturno, porque me llegaban los gritos de la gente que se divertía
en la Palma o en el Café de Abajo. Sin embargo, al llegar a la cuesta las voces
se desvanecieron.
Aunque ya no nevaba, el único sonido eran mis pisadas aplastando el polvo
helado. La Luna resplandecía en lo alto del firmamento, único testigo del acto
de valor que me disponía a realizar. O al menos eso era lo que yo creía.
Al llegar a la tapia del cementerio, palpé mi bolsillo para asegurarme de que el
largo guante negro seguía allí. No se había movido de lugar. Era un pensamiento
absurdo, pero el hecho de que hubiera pertenecido a alguien que había pasado
por aquella prueba ―aunque fuera en compañía de su banda― me
proporcionaba un sentimiento de protección.
Me di cuenta, sin embargo, de que aquellos tres estaban en mejor forma que yo,
pues me veía incapaz de saltar el muro de un brinco. Por suerte, había un saliente
en el que pude apoyar el pie derecho para tomar impulso.
Todo lo que logré fue agarrarme a la parte superior del muro. Colgado allí,
rascaba la pared con las botas. Una estampa patética que decía poco de mis
habilidades como salta–cementerios.
Estaba a punto de dejarme caer, cuando mi pie izquierdo encontró una grieta
en la tapia y logré impulsarme hasta lo más alto.
Una vez allí, quedaba por consumar la bajada sin romperme la cabeza.
La claridad lechosa de la Luna me permitió ver que tenía espacio de sobra
para aterrizar, dado que la mayor parte del recinto era un descampado de
gravilla y nieve.
Me deslicé con las manos un par de metros sobre la tapia, antes de saltar a un
espacio libre de tumbas y otros obstáculos. El vuelo me pareció extrañamente
suave, como si en la ciudad de los muertos las leyes de la física fueran otras.
Aterricé flexionando piernas y brazos sin apenas hacer ruido.
Ya estaba dentro.
La otra cara del muro era completamente lisa, lo que dificultaría sobremanera
mi salida. Podía trepar por los pisos de nichos como si fuera una escalera,
pero había visto demasiadas películas en las que los muertos muerden las
piernas de los que se atreven a profanarlos.
En cualquier caso, ahora me hallaba en el cementerio, y la cuestión era cómo
pasaría la noche.
La Luna proyectaba la sombra de los viejos cipreses en el interior del recinto.
El silencio era absoluto. Recordé el verso de Bécquer: «Dios mío, ¡qué solos
se quedan los muertos!», lo cual ciertamente no sirvió para tranquilizarme.
Antes de sucumbir al pánico, recurrí a mi parte más racional para no convertir
la prueba en una pesadilla antes de tiempo. Lo primero que debía hacer era
encontrar un lugar mínimamente cómodo donde pasar la noche.
Al pasear, precavido, entre los bloques de nichos y las pocas tumbas horizontales,
me di cuenta de que el cementerio de Teiá era realmente pequeño.
Apenas unas cuantas calles desiertas y algún ciprés aislado. Aquél era un
lugar poco inspirador para pasar la eternidad.
El sector más urbanizado del camposanto no ofrecía ningún lugar decente
donde dormir, así que exploré una explanada vacía con un par de cúpulas
en la parte trasera.
Mientras deambulaba por allí como un alma en pena, me asaltó una duda.
¿Cómo comprobarían aquellos tres que había pasado la noche en el cementerio?
Bien podía haber saltado la tapia antes del amanecer y permanecido hasta que
se levantara el Sol. Si ellos me esperaban en el exterior, no sabrían cuántas horas
había estado allí.
Lo único claro era que me encontraba solo en el cementerio. Solo a excepción
de todos aquellos muertos, que tal vez me espiaran ―nadie conoce los juegos
del más allá― desde su último reposo.
Estaba ocupado con estas reflexiones cuando me dije que el mejor lugar para
pasar la noche tenía que ser, por fuerza, la losa donde había encontrado el
guante.
Más allá de la mística de que allí hubiera dormido una bella vampiresa,
era una de las pocas losas en todo el recinto, y estaba cerca del muro que daba
a la cuesta del cementerio. Sería un lugar relativamente cómodo para pasar la
noche, y a su vez me permitiría detectar cualquier persona que se acercara.
Contento de haber tomado por fin una decisión, me deslicé hacia el lugar elegido
sin imaginar que alguien ya había previsto mi llegada a aquel rincón del
camposanto.
que miedo....yo ni de loca lo haria de hecho no me gustan los cementerios ni de dia....en fin sube pronto por favor
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