9 ene 2012

Retrum: Capitulos 7 y 8


Capitulo 7

Las Noches Lugubres


“Como un mar, alrededor de la soleada isla de la vida,

la muerte canta cada noche y día su canción sin fin”

RABINDRANATH TAGORE


Alba estuvo de morros durante toda la mañana del viernes. Al principio no hice

nada para reparar mi espantada de la noche anterior. Habría bastado

con decir que Stokholm me había «tocado»; con eso quedaría resuelto,

pero no me apetecía hacerle confidencias a mi compañera de pupitre.

Hacia el final de la mañana, sin embargo, escribí una pequeña nota que deslicé

hacia su lado de la mesa.


Siento lo de ayer. Tenía que salir de allí, eso es todo. Soy un bicho raro.

No te lo tomes como algo personal.


Los ojos miopes de Alba releyeron la nota un par de veces. Luego me sonrió

tímidamente y puso su mano sobre la mía. Dejé que permaneciera ahí. Cuando

levantó el vuelo, observé una sombra de rubor en sus mejillas. Estaba perdonado.


Los viernes por la tarde no había clase, así que me quedé en mi habitación.

No tenía plan alguno para el fin de semana. Sólo la cita en el cementerio, donde

Alexia me había desafiado a entrar solo. «Si quieres ser de los nuestros, tendrás

que pasar una noche entera ahí dentro», había dicho.


Desconocía qué significaba ser «uno de ellos». ¿Implicaba pintarse la cara de

blanco y vestirse como un fantoche?


Mirado así, me parecía absurda la idea de helarme allí arriba para

ingresar en una banda de la que no sabía nada. Por otra parte, aquellos tres

me despertaban cierta curiosidad. ¿Me estarían esperando?

¿Volvería a cantar la chica del guante negro? Si tenía que pasar la prueba solo,

no podían estar allí.


No acababa de decidirme. Puse Alina en la cadena a la que tenía conectado

el i–Pod. Pero el ánimo siniestro que me embargaba me pedía algo más

lúgubre, así que hice sonar los cantos gregorianos de los monjes de Silos.


A continuación tomé un viejo libro de mi padre cuando era estudiante,

Las noches lúgubres de José Cadalso. Lo había ojeado un año atrás

y recordaba que era una historia sobre un cementerio. Se trataba de

una obra breve, no más de cincuenta páginas, así que decidí leerla

de un tirón.


Antes de empezar, vi en la contracubierta que había sido escrita en

1771 durante el destierro del autor, precursor del romanticismo en España.

La aventura que se narra en Las Noches Lúgubres es tan extravagante

que varias veces tuve que interrumpir la lectura, preso de un ataque de risa.

El argumento no tiene desperdicio: Tediato es un hombre sin suerte que

ha sufrido la muerte de su amada y se propone desenterrarla para darle

un último abrazo. Con este fin soborna a Lorenzo, el sepulturero, para intentar

la hazaña.


La primera noche fracasan porque la losa es más pesada de lo previsto

y no consiguen levantarla antes del amanecer. Se citan a la misma hora

al día siguiente. Sin embargo, esa segunda noche, Tediato topa con un

moribundo que ha llegado al cementerio huyendo de sus agresores. El

herido morirá en sus brazos. A consecuencia de ello, es detenido por las

autoridades y, tras aparecer el verdadero culpable, es liberado la tercera noche.


El relato termina con un nuevo viaje de Lorenzo y Tediato hacia el cementerio,

donde se proponen una vez más desenterrar a la muerta.


Eran las once de la noche cuando terminé la lectura. Fascinado, me pregunté

si Cadalso se habría inspirado en una vivencia personal. Al parecer,

su novia había muerto en sus brazos, por lo que tal vez le había pasado

por la cabeza desenterrarla.


La imagen del cementerio de Teiá regresó a mi mente. Podía quedarme

en casa y olvidar el desafío, pero mi vida era tan monótona y falta de

emociones que me parecía una lástima desaprovechar la ocasión.


Tenía muchas posibilidades de hacer el primo. Aquellos fantoches

debían de estar ya lejos de allí y yo pasaría la noche en el camposanto sin motivo. Nadie se enteraría de mi proeza. Sin embargo, me apetecía comprobar si era capaz de realizarla.


Capitulo 8


En el Cementerio


“El que entra aquí pierde toda esperanza”

DANTE (INFIERNO)


El anorak me parecía una prenda poco romántica para la hazaña

que me disponía a realizar, así que tomé un largo abrigo gris de mi padre sin

su permiso.


Ni siquiera se dio cuenta cuando salí de casa. Era comprensible que un chico

de 16 años estuviera fuera el viernes por la noche. Por tanto, bastaba con que

me encontrara en la cama cuando se despertara a la mañana siguiente.


Bajo el abrigo me había puesto dos forros polares para no congelarme

aquella noche de febrero. El kit de supervivencia se completaba con un par de

guantes de buena calidad, bufanda y calcetines de lana escocesa.


Necesité sólo veinte minutos para cubrir la distancia entre mi casa y

el cementerio. La primera parte del trayecto me sentí algo raro como

paseante nocturno, porque me llegaban los gritos de la gente que se divertía

en la Palma o en el Café de Abajo. Sin embargo, al llegar a la cuesta las voces

se desvanecieron.


Aunque ya no nevaba, el único sonido eran mis pisadas aplastando el polvo

helado. La Luna resplandecía en lo alto del firmamento, único testigo del acto

de valor que me disponía a realizar. O al menos eso era lo que yo creía.


Al llegar a la tapia del cementerio, palpé mi bolsillo para asegurarme de que el

largo guante negro seguía allí. No se había movido de lugar. Era un pensamiento

absurdo, pero el hecho de que hubiera pertenecido a alguien que había pasado

por aquella prueba ―aunque fuera en compañía de su banda― me

proporcionaba un sentimiento de protección.


Me di cuenta, sin embargo, de que aquellos tres estaban en mejor forma que yo,

pues me veía incapaz de saltar el muro de un brinco. Por suerte, había un saliente

en el que pude apoyar el pie derecho para tomar impulso.


Todo lo que logré fue agarrarme a la parte superior del muro. Colgado allí,

rascaba la pared con las botas. Una estampa patética que decía poco de mis

habilidades como salta–cementerios.


Estaba a punto de dejarme caer, cuando mi pie izquierdo encontró una grieta

en la tapia y logré impulsarme hasta lo más alto.


Una vez allí, quedaba por consumar la bajada sin romperme la cabeza.

La claridad lechosa de la Luna me permitió ver que tenía espacio de sobra

para aterrizar, dado que la mayor parte del recinto era un descampado de

gravilla y nieve.


Me deslicé con las manos un par de metros sobre la tapia, antes de saltar a un

espacio libre de tumbas y otros obstáculos. El vuelo me pareció extrañamente

suave, como si en la ciudad de los muertos las leyes de la física fueran otras.

Aterricé flexionando piernas y brazos sin apenas hacer ruido.


Ya estaba dentro.


La otra cara del muro era completamente lisa, lo que dificultaría sobremanera

mi salida. Podía trepar por los pisos de nichos como si fuera una escalera,

pero había visto demasiadas películas en las que los muertos muerden las

piernas de los que se atreven a profanarlos.


En cualquier caso, ahora me hallaba en el cementerio, y la cuestión era cómo

pasaría la noche.


La Luna proyectaba la sombra de los viejos cipreses en el interior del recinto.

El silencio era absoluto. Recordé el verso de Bécquer: «Dios mío, ¡qué solos

se quedan los muertos!», lo cual ciertamente no sirvió para tranquilizarme.

Antes de sucumbir al pánico, recurrí a mi parte más racional para no convertir

la prueba en una pesadilla antes de tiempo. Lo primero que debía hacer era

encontrar un lugar mínimamente cómodo donde pasar la noche.


Al pasear, precavido, entre los bloques de nichos y las pocas tumbas horizontales,

me di cuenta de que el cementerio de Teiá era realmente pequeño.


Apenas unas cuantas calles desiertas y algún ciprés aislado. Aquél era un

lugar poco inspirador para pasar la eternidad.


El sector más urbanizado del camposanto no ofrecía ningún lugar decente

donde dormir, así que exploré una explanada vacía con un par de cúpulas

en la parte trasera.


Mientras deambulaba por allí como un alma en pena, me asaltó una duda.

¿Cómo comprobarían aquellos tres que había pasado la noche en el cementerio?

Bien podía haber saltado la tapia antes del amanecer y permanecido hasta que

se levantara el Sol. Si ellos me esperaban en el exterior, no sabrían cuántas horas

había estado allí.


Lo único claro era que me encontraba solo en el cementerio. Solo a excepción

de todos aquellos muertos, que tal vez me espiaran ―nadie conoce los juegos

del más allá― desde su último reposo.


Estaba ocupado con estas reflexiones cuando me dije que el mejor lugar para

pasar la noche tenía que ser, por fuerza, la losa donde había encontrado el

guante.


Más allá de la mística de que allí hubiera dormido una bella vampiresa,

era una de las pocas losas en todo el recinto, y estaba cerca del muro que daba

a la cuesta del cementerio. Sería un lugar relativamente cómodo para pasar la

noche, y a su vez me permitiría detectar cualquier persona que se acercara.


Contento de haber tomado por fin una decisión, me deslicé hacia el lugar elegido

sin imaginar que alguien ya había previsto mi llegada a aquel rincón del

camposanto.


1 comentario:

  1. que miedo....yo ni de loca lo haria de hecho no me gustan los cementerios ni de dia....en fin sube pronto por favor

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