
Una recompensa por los dias que estuve ausente más tarde subo cap de la otra fic
Capitulo 9
Fuegos Fatuos
“Alrededor, por un lado y por el otro, los fuegos de la muerte bailaban a la noche”
SAMUEL TAYLOR COLERIDGE
Sobre la losa había una manta plegada y un cesto cubierto por un trapo. Lo destapé con cautela mientras me decía que para ellos yo debía de ser absolutamente previsible.
El contenido del cesto me hizo olvidar por un momento la fría soledad del cementerio.
Había cuatro manzanas y un botellín de agua. Palpé la manta de debajo. Era gruesa y agradablemente mullida.
Conmovido por el hallazgo, mientras mordía una de las manzanas me pregunté quién de los tres habría dejado allí aquellas provisiones para pasar la noche. Deseé que fuera Alexia, aunque bien podía haber sido idea de su compañera. O incluso de Georg, que parecía el más amable de la banda.
Di un par de mordiscos más a la fruta antes de lanzarla al otro lado de la tapia. Si estaban allí fuera, sabrían que había aprovechado la cena. Pero algo me decía que no había nadie ni dentro ni fuera. Nadie de este mundo.
Volví a tapar el cesto antes de dejarlo en el suelo junto a la losa. Desplegué entonces la manta y me enrollé con ella lo mejor que pude, de modo que quedara a resguardo de la húmeda piedra. Con los dos forros polares, el abrigo y aquella manta, podría pasar la noche sin pillar una pulmonía.
La Luna parecía haberse agigantado cuando cerré los ojos para intentar conciliar el sueño.
No sé cuánto tiempo duró mi duermevela. Tenía la sensación de haber vagado un par de horas entre la vigilia y el sueño cuando los zumbidos me despertaron.
Primero pensé que se trataba de insectos y escondí la cabeza bajo la manta. Pero al prestar atención me di cuenta de que los cortos bufidos ―ésa era una descripción más exacta― se sucedían entre sí como un diálogo airado entre extrañas criaturas.
Al asomarme para mirar, se me heló la sangre. El recinto del cementerio se había iluminado con pequeñas llamaradas que se levantaban del suelo trazando caprichosas danzas.
Fuegos fatuos.
Había oído hablar de ellos, pero nunca imaginé que los vería tan de cerca y en tal número. Al parecer, eran producto de las sales de calcio de los huesos, que se encienden como un fósforo al descomponerse.
Tolkien los había llamado «los cirios de los cadáveres». Sin embargo, aquellas luces mortecinas tenían un comportamiento demasiado humano para ser una simple reacción química. Observé cómo algunas llamaradas caminaban a ras de suelo en grupos de dos, como si fueran las pisadas de un ser diabólico e invisible.
Fascinado por aquel espectáculo lúgubre, traté de atrapar una llama que se elevaba cerca de mí, pero retrocedió inmediatamente, como si me hubiera detectado.
La danza de los pequeños diablos de fuego se prolongó un par de minutos, tras los cuales regresó una oscuridad perfumada de azufre.
Mientras regresaba a mi lecho, recordé lo que había leído en un libro de leyendas celtas. Decía que los fuegos fatuos son los espíritus de niños sin bautizar o nacidos muertos que revolotean entre el cielo y el infierno. Esa explicación no me convencía.
De estar enterrado mi hermano en aquel lugar, habría pensado que se hallaba tras los fuegos artificiales de ultratumba. Pero, desafortunadamente, sus cenizas reposaban en un lejano cementerio de Berlín.
Quienes habían organizado aquella fiesta eran difuntos a los que no tenía el honor de conocer.
Volví a enrollarme en la manta de lana, pero estaba demasiado excitado para poder dormir. Por una parte, el amargo recuerdo de Tom se había inflamado con los fuegos fatuos. Por otra, me sentía repentinamente fuerte. Había saltado la tapia del cementerio y, tras dormir sobre una tumba, había asistido a un espectáculo siniestro sin salir huyendo.
Me senté sobre la losa y, abrigado con la manta, comí una segunda manzana del cesto.
Luego abrí el botellín de agua y vacié la mitad de un trago.
Totalmente desvelado, me dije que me encontraba sobre una tumba sin ni siquiera haber mirado de quién era. Antes de tenderme otra vez, sentí la necesidad ―casi por cortesía― de conocer quién era el difunto.
Iluminé con mi pequeña linterna de bolsillo la superficie de piedra. Efectivamente, había una inscripción. Al leerla, se me cortó el aliento.
Era mi nombre de pila.
Debajo no constaba mi fecha de nacimiento, pero sí la de mi muerte.
Hoy.
Noté que las fuerzas me abandonaban, pero no tenía miedo.
Un sueño irresistible se había apoderado de mí. Mientras me dejaba caer sobre la losa, sentí lástima por mi padre, que se quedaría aún más solo en el mundo. Aparte de eso, estaba preparado para el último viaje.
Capitulo 11
¿Cuantas veces has muerto?
“Lo que es capaz de matarte también puede hacerte renacer”
BORIS BOZÍC
Lo primero que llegó a mis sentidos fueron los acordes arpegiados de una guitarra y sin embargo me recordo mi infancia cuando Tom y yo nos desviviamos por el mundo de la música.
Aunque podía oírla con nitidez, sonaba extrañamente lejana. Un violín desafinado añadió una melodía sinuosa que me hizo recordar la danza de los fuegos fatuos.
Conocía aquella canción.
Mientras me resistía a abrir los ojos, una voz fina y dulce cantó:
«I'm now just behind you. Let me embrace your living corpse»
(Ahora estoy detrás de ti / Deja que abrace tu cadáver viviente)
Al abrir los párpados la vi.
El rostro blanco de Alexia se inclinaba sobre el mío viniendo desde atrás. Sus cabellos negros caían como cortinas a través de las cuales se filtraba la luz del amanecer. Un aroma especiado me embriagó mientras la música seguía sonando.
«Esto del más allá no está tan mal», me dije.
Me incorporé de golpe y ella se apartó para que pudiera ver la escena. Sentado sobre una tumba cercana, Georg hacía arpegios con la guitarra. A su lado, Lorena tocaba de pie el violín que me había llegado entre sueños.
Era la misma canción que había oído por Navidad desde el otro lado del cementerio. Dejé que terminara la última estrofa, que Alexia cantó con una voz cristalina que me erizó la piel.
Una última melodía del violín cerró el tema mientras los arpegios de guitarra frenaban hasta detenerse.
De no hallarme en un cementerio, habría aplaudido efusivamente lo que acababa de oír, pero sólo dije:
―Esta canción haría levantar a un muerto.
―De eso se trata ―respondió Alexia mientras se sentaba a mi lado.
Georg y Lorena se acercaron con una sonrisa de satisfacción en los labios.
―Felicidades ―dijo él―. Has pasado al otro lado.
―¿Quieres decir que estoy muerto? ―repuse recordando mi inscripción en la tumba.
Me volví hacia la losa, donde efectivamente aparecía mi nombre con la fecha de mi muerte, aquel mismo día. Entendí que había sido una broma macabra de aquellos tres.
―De algún modo sí ―explicó Lorena, con el violín en la mano―. Sigues en el mundo de los vivos. Pero, como nosotros, aquel que eras ha muerto y te has convertido en otra persona. Has nacido de nuevo.
―Para nacer, primero hay que morir ―apuntó Georg.
Contemplé atónito aquel extraño trío. A la luz de la mañana, el maquillaje blanco de sus rostros contrastaba de forma aún más fantasmal con los vestidos negros.
―¿Y esa canción? ¿De quién es?
―Es mía ―explicó Alexia―. Habla de una chica melancólica a la que le gusta vagar por los cementerios, porque se siente medio muerta. Una noche que está limpiando la losa de una tumba, el difunto que hay debajo se siente medio vivo. Entonces empieza...
―...una historia de amor ―añadió Lorena―. Un romance entre la vida y la muerte.
Desconcertado, me pregunté qué sucedería a continuación. Aquellos tres me habían hecho dormir sobre mi propia tumba. Luego me habían despertado con una canción en la que yo desempeñaba el papel de muerto revivido.
No andaba lejos de la verdad.
―¿Y ahora qué? ―pregunté.
Las dos chicas se miraron con una risita. Finalmente, Lorena propuso a sus compañeros:
―¿Lo hacemos pasar por el ritual de la palidez?
―Eso mañana ―intervino Georg―. Ya está bastante pálido después de haber dormido a bajo cero. Sugiero que nos hagamos pasar por mortales y vayamos a desayunar.
Capitulo 11
Sin Mascaras
“El Sol no es otra cosa que una estrella de la mañana”
HENRY DAVID THOREAU
Tras saltar fuera del cementerio, se sentaron en las escaleras de la verja para quitarse el maquillaje.
Me sorprendió la naturalidad con la que compartían el líquido limpiador y las toallitas. Parecían tan habituados a ello como los actores profesionales, y de algún modo era así. No pude evitar preguntarles:
―¿Por qué os lo quitáis?
―Los pálidos sólo deben mostrarse en el cementerio ―explicó Georg, que parecía el más racional y paciente de los tres―. No conviene que nos identifiquen en la ciudad. Eso sólo nos traería problemas.
Dicho esto, se dedicó a quitar con una toallita los restos de maquillaje en el rostro de Lorena. Observé fascinado cómo tras el blanco aparecía una piel naturalmente morena, lo que suavizaba su rostro ovalado. Continuaba siendo una belleza clásica, pero sin maquillaje era sólo una de las muchas chicas guapas que se pavonean por los institutos.
―¿Me ayudas? ―pidió Alexia clavando su mirada en la mía.
Me senté a su lado sin poder ocultar mi turbación.
―Eso es lo bueno de ser cuatro ―añadió mientras me entregaba un estuche de potingues―, que no hay siempre uno esperando.
Inseguro, me dispuse a imitar lo que había visto hacer a Georg con su compañera, que en aquel momento le estaba devolviendo el favor.
Tomé un algodoncito plano y lo empapé de líquido desmaquillador. Dudé unos instantes antes de tocar el rostro de Alexia, que me producía una fascinación casi reverencial.
―Vamos, ¿a qué esperas? ―me urgió.
Empecé a pasar el algodón empapado por sus mejillas, que descubrieron una piel graciosamente moteada de pecas.
Necesité cuatro algodones para eliminar todo el maquillaje de aquel rostro que, al natural, seguía poseyendo una inquietante belleza. Su mirada oscura estaba resaltada por un lápiz de ojos negro, pero supuse que aquello no formaba parte del disfraz.
―Ahora los labios ―dijo―. Quítame el morado.
Me quedé un instante indeciso, porque no sabía cómo se limpiaba el pintalabios.
Finalmente, opté por tomar una toallita húmeda del neceser. Froté con cuidado los labios carnosos de Alexia, que me devolvieron una sonrisa.
Por primera vez en mucho tiempo, deseé besar a alguien. Aquella chica pecosa de larga melena oscura me miraba divertida, como si sus ojos profundos adivinaran mis pensamientos. Finalmente dijo:
―Puedes estar satisfecho. Aunque no has pasado por el ritual, ya eres uno de los nuestros. Nadie más puede tocar la máscara de un pálido, a no ser que quiera irse al otro mundo de una paliza.
Sin el blanco en el rostro, aquello me pareció una bravuconada. Los tres parecían ahora unos jóvenes de buena familia que se divertían con extraños juegos. No obstante, me apetecía saber en qué consistían. Pregunté:
―¿Cuándo será el ritual de la palidez?
Alexia miró a su compañera antes de tomar la iniciativa:
―¿Qué tal mañana por la noche?
Aunque estaba helado y tenía los huesos molidos, asentí con la cabeza. Lorena tomó entonces la voz cantante:
―Sí, pero no en este cementerio. Necesitamos un muerto ilustre. ¿Qué tal si vamos al de Arenys de Mar?
―Cementerio de Sinera ―dijo Georg con una sonrisa.
―De acuerdo ―aprobó Alexia―. Nos encontraremos en la estación de Arenys a las once de la noche.
Todos asentimos, aunque yo desconocía dónde me estaba metiendo. De haberlo sabido, hubiera roto en aquel momento unos lazos que pronto me arrastrarían hasta algo parecido al infierno.
me los lei de golpe y quiero mas espero que subas pronto cuidate
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